Besando el cielo en el 67
Cuando colocas la aguja sobre “Purple Haze”, el mundo cambia. Es 1967, y Jimi Hendrix, un hechicero nacido en Seattle con una Stratocaster, desata un cometa sónico que abrasa la tierra. Ese riff de apertura, esas notas dobladas y gruñonas, golpean como un rayo, una declaración cósmica de que el rock ‘n’ roll ya no es solo música; es una revolución. The Jimi Hendrix Experience, con el bajo palpitante de Noel Redding y la batería con toques de jazz de Mitch Mitchell, no solo interpreta la canción. La invocan. La leyenda dice que Jimi escribió “Purple Haze” en un camerino de Londres, garabateando la letra en una servilleta mientras la banda tocaba en el Upper Cut Club. Ya sea por inspiración divina o simplemente por la neblina de los excesos de la época, el resultado es una pista que parece desgarrar el cielo.
¿Qué hace que “Purple Haze” sea tan condenadamente buena? Es la alquimia entre el caos y el control. La guitarra de Jimi es un ser vivo, que gime, grita, dobla el tiempo mismo, y sin embargo cada nota es deliberada, cada chirrido de retroalimentación es intencional. La progresión de acordes, con su disonante E7#9 (el “acorde Hendrix”), es a la vez alienígena y adictiva, un sonido que parece arrastrarte hacia otra dimensión. Su voz, cruda y urgente, lleva una poesía psicodélica que es mitad canción de amor, mitad viaje astral. Frases como “’Scuse me while I kiss the sky” no son solo letras; son un manifiesto para una generación que anhela liberarse del conformismo en escala de grises de principios de los años 60. Y no nos olvidemos de Mitch Mitchell, cuyos redobles frenéticos bailan alrededor de los riffs de Jimi como un boxeador esquivando golpes. La química de la banda, forjada en el crisol sudoroso de la escena de clubes londinenses, es pura magia. Se rumorea que Jimi y Noel una vez se pelearon a puñetazos por una línea de bajo, solo para reconciliarse y tocar juntos hasta el amanecer.
La idea vino de un sueño que tuve en el que caminaba bajo el mar. Todo giraba en torno a una neblina púrpura que me rodeaba.
(Jimi Hendrix, Rock & Folk, 1967)
“Purple Haze” no solo apareció en 1967; fue una detonación. Ese fue el año del Verano del Amor, cuando el poder de las flores florecía y la contracultura reescribía las reglas. Jimi, un expatriado afroamericano en el Londres vibrante, era una anomalía cultural. Un dios de la guitarra que fusionaba blues, jazz y rock en algo completamente nuevo. El toque psicodélico de la canción, amplificado por la habilidad del productor Chas Chandler para capturar la energía en bruto, la convirtió en un faro para una juventud hambrienta de trascendencia. No fue solo un éxito (llegó al puesto #3 en el Reino Unido); fue un punto de inflexión cultural. Desde Soho hasta San Francisco, los clubes la hacían sonar, y los jóvenes en todas partes empezaron a soñar en Technicolor. La interpretación de “Purple Haze” por Jimi en el Monterey Pop, donde famosamente incendió su guitarra, consolidó su leyenda. El rock ya no era solo música; era teatro, rebelión, arte.
El legado de la canción es sísmico. No es solo que “Purple Haze” redefiniera lo que una guitarra podía hacer; es que le dio permiso a toda una generación para salirse de las líneas. El punk, el metal, el funk, incluso el hip-hop tienen su ADN ahí, y encontrarás las huellas de Jimi. La potencia bruta del tema y su brillo psicodélico lo convirtieron en una referencia para cualquiera que alguna vez quisiera romper los límites. Se cuenta que Paul McCartney, impresionado por la interpretación en vivo de Jimi, insistió en que tocara en Monterey, diciendo: “Este tipo va a cambiarlo todo”. Y lo hizo. “Purple Haze” no es solo una canción; es un portal a un momento en que la música se atrevió a soñar más allá del mundo en el que nació.