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La vida en monocromo

Control de Anton Corbijn se despliega en grises apagados y humo de cigarrillo, envuelto en el peso silencioso de la Inglaterra de finales de los años 70. No busca exagerar el mito de Ian Curtis. Prefiere habitar la caída suave de un joven atrapado en palabras de las que nunca pudo liberarse del todo. La película sigue el ojo de un fotógrafo, deliberado, quieto, sensible al silencio. Reflejando una época en la que la ambición chocaba con el hormigón y la música se volvía una cuerda de salvación para los desencantados, cada plano encierra la poesía sombría de Macclesfield en sus calles y sus interiores. Con una ternura distante, la narración sigue el crecimiento temprano de Joy Division, sin forzar la emoción, dejándola simplemente respirar.

La paleta disciplinada de los conciertos inspira su propia inspiración. Sam Riley no imita a Ian, lo canaliza. Con los ojos entrecerrados, se encorva frente al micrófono; algo no dicho se filtra en su voz. Las primeras escenas de la banda se graban como pulsos involuntarios: ensayos en cuartos fríos, elecciones equivocadas, risas apagadas en pasillos oscuros, más que como hitos. Al incorporar la historia de Deborah Curtis con claridad y dolor, Samantha Morton ancla la película en una fragilidad doméstica que la fama rara vez alcanza. Control encuentra fuerza en el silencio. Un plato estrellado contra el suelo, un bebé que llora, una ventana de autobús empañada.

Esquivando la espectacularidad, las escenas musicales tienen una intimidad particular. «She’s Lost Control» resuena en la pantalla con la tensión de un cuerpo que ya no responde a sí mismo. Filmadas con una gracia fantasmal, nunca explotadoras, siempre humanas, las crisis epilépticas conmueven. Las líneas de bajo afiladas de Peter Hook y la guitarra angulosa de Bernard Sumner no estallan en grandeza de estadio. Los espacios estrechos las hacen enroscarse y sacudirse. Cuando se elevan frente al espejo del dolor, la película comprende que las canciones poseen una claridad extraña. Como si la música estuviera naciendo en ese instante, Unknown Pleasures y Closer se deslizan con sigilo.

Algunas personas visitan el pasado por razones sentimentales y otras lo hacen para comprender mejor el presente.

(Anton Corbijn, 2007)

Corbijn rodó la película en blanco y negro; nunca se siente como una elección estética. Parece inevitable. El monocromo conserva los recuerdos como imágenes polvorientas guardadas en cajones. Encaja con la soledad que impregna cada plano. Una sociedad donde el futuro siempre parece un poco fuera de alcance. La fotografía refleja la estética de la banda: contenida, severa, palpitante de algo enterrado. No hay grandes proclamaciones ni mitificación. Cuerpos que se rompen, voces que intentan mantenerse bajo luces fluorescentes y giras, solo días que pasan.

Control no es una elegía. Es un documento sobre una juventud desgarrada por la intensidad. Da espacio a lo que no se dijo en canciones que lo decían todo. Deja al público escuchar más que ser informado, caminando entre el realismo y el respeto. En los últimos momentos de Ian, la secuencia final no da respuestas. Solo quietud. Y luego silencio. Ese tipo de silencio que permanece mucho después de que los créditos hayan terminado.

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